domingo, 13 de febrero de 2011

Cuatro meses y una asignatura después…

Mañana empieza el segundo cuatrimestre, así que ya podemos dar por cerradas las asignaturas del primero. No solamente darlas por aprobadas o suspensas, sino también valorarlas.

En conjunto, puedo decir que la asignatura de Sistema Económico Mundial ha sido, cuanto menos, sorprendente. Puedo decir que el método es totalmente diferente al del resto de asignaturas que he tenido en los cuatro años que llevo en la Universidad, y ya llevo 28. Probablemente esto nos haya servido para comprobar que siempre hay maneras diferentes de hacer las cosas, y que muy pocas veces nos encontramos ante una sola posibilidad.

Para mí lo más importante del curso ha sido el trabajo de investigación, supongo que porque es a lo que hemos dedicado más horas, y más esfuerzo. He disfrutado mucho debatiendo con mis compañeros, pero esto no es nuevo para mí. Mi parte favorita de los trabajos es siempre la parte de debatir. El problema del trabajo de investigación ha sido la escalada de la presión. Las etapas finales del trabajo coincidieron con el inicio de la etapa de exámenes y con las entregas de las demás asignaturas, de manera que era muy difícil mantener el ritmo del trabajo del principio.

Esto no significa que perdiéramos el interés, o que nos faltara fuerza de voluntad, o que seamos sencillamente vagos. Desde mi punto de vista, el problema viene de la forma en que está organizada la Universidad, no de carencias personales de los estudiantes (es absurdo pensar que todos somos iguales, tanto en virtudes como en defectos). Todos los años estoy el primer mes de curso, o de cuatrimestre, sin hacer nada, porque nadie te adelanta los períodos de entrega, las líneas generales que han de seguir los trabajos o en qué va a consistir la evaluación de la asignatura.

A estas alturas del partido ya sabes lo que te espera: un buen día llegas a casa y te han caído encima 4 entregas de trabajo, la escritura de 3 ensayos, 5 lecturas y un proyecto de investigación. A entregar, todos, en dos semanas (es un efecto secundario de Bolonia: para ser un buen profesor lo que tienes que hacer es mandar un millón de trabajos con períodos de entrega lo más cortos posible, para que los estudiantes aprendamos… no sé, ¿a obedecer rápido?). Lo que quiero decir es que seguimos un ritmo muy irregular. Yo, personalmente, preferiría que las entregas estuvieran mejor repartidas.

Por lo demás, creo que si he sacado algo en claro de esta asignatura es una idea: todo está interrelacionado. No sé hasta qué punto conseguimos aplicar esta perspectiva en nuestro trabajo, pero desde luego es el aprendizaje que yo consideraría más importante de estos últimos cuatro meses de asignatura.

Tanto las píldoras del principio de las clases, como el análisis de la actualidad en nuestras rosas de los vientos, como el libro compartido, como el programa de Música y Realidad Social (que me interesó especialmente), me han servido para llegar a esta conclusión: no es posible (en ocasiones es casi deshonesto) separar economía, sociedad, política, cultura, ciencia… Forman parte de un todo. De un SISTEMA.

Y del blog… qué puedo decir. Al principio no le tenía mucho aprecio, la verdad, pero al final le he terminado cogiendo cariño. Sobre todo porque me ha obligado a escribir, a poner en orden algunos pensamientos que la mayor parte de las veces pasan por el torbellino de mi cabeza sin recibir apenas atención por mi parte.

Es un poco difícil resumir un cuatrimestre en una entrada de blog, así que seguramente me esté dejando cosas por decir.

Así que sin más, hasta otra.

martes, 1 de febrero de 2011

La publicidad y yo

Hace unos días, unas compañeras expusieron su trabajo en clase. Su tema eran los efectos de la publicidad, y dieron datos muy interesantes.

Lo que más me gustó de su exposición fue el énfasis que hicieron en cómo la publicidad apela a los sentimientos, a las emociones, a las sensaciones. Es decir, a aquellas cosas sobre las que no podemos razonar y que, por tanto, no podemos controlar. Y lo hace, especialmente, con las mujeres.

Yo empecé la carrera de Publicidad y Relaciones Públicas, hace ya más de tres años. Cuando lo marqué como opción al hacer la preinscripción de la Universidad tenía una idea de la publicidad que luego resultó no ser cierta.

Pensaba que la publicidad podía utilizarse para hacer pública, conocida, cualquier cosa. Es decir, que podía servir para hacer conocida una videoconsola o una marca de ropa, pero también una iniciativa social, y otras cosas por el estilo. Era joven e ingenua, como muy pronto tuve ocasión de comprobar.

Tal y como está planteada, y tal y como explicaron las compañeras, la publicidad no es un medio para hacer conocido un bien o un servicio. Es un fin en sí mismo. La publicidad no informa sobre bienes y servicios, crea necesidades, y a través de ellas nos moldean. Crea las necesidades propias de un tipo de sujeto, el mismo tipo de sujeto que la sociedad de consumo necesita para funcionar.

Esto es muy sencillo de ver en la forma de tratar a las mujeres en la publicidad. El consumo necesita mujeres inseguras de sí mismas, que necesiten el refuerzo constante de alimentos dietéticos y productos de belleza, que intenten aliviar sus inseguridades comprando zapatos y bolsos nuevos, y un largísimo etcétera.

Pero también necesitan hombres que midan su valía por la marca de su coche, adolescentes que solo se sientan integrados siguiendo una moda concreta, y niños cuya felicidad dependa de tener el juguete último modelo de turno.

En resumen, que atacan por donde saben que no puedes defenderte.  

lunes, 31 de enero de 2011

Economía a tres metros bajo tierra

Varios grupos de trabajo de clase han escogido la economía sumergida como tema para su exposición.

Coincidieron en un dato que me parece muy interesante, y es que la economía sumergida está socialmente aceptada. A pesar de que es irregular, la mayoría de la gente la considera normal.

Yo he participado de la economía sumergida. Desde los 14 años hasta los 20 di clases particulares en diferentes casas. A mi me parecía muy lógico. Quería disponer de mi propio dinero, por motivos que ahora no vienen a cuento, y me busqué algo que hacer por lo que me pagaran, aunque fuera poco, y que pudiera compaginar con los estudios. Francamente, a todo el mundo le pareció de lo más normal. Todas mis amigas lo hacían: Una buzoneaba, otra daba clases como yo, otra ayudaba en la frutería de su padre…

Al contrario de lo que sucede con la evasión fiscal, que por fin empieza a estar mal valorada, en general la gente acepta que otras personas busquen una manera de ganarse la vida en la economía irregular. Estoy hablando de cosas, entre comillas, normales, no hablo de compra-venta de armas ni de tráfico de heroína. Me refiero más bien a alguien que por las tardes limpia casas y cobra en B.

Creo que en parte esta aceptación se debe a que todo el mundo reconoce que hay un gran vacío entre la necesidad de ganarse la vida y la posibilidades legales / regulares de hacerlo. Si una persona está en paro, recibe entre poco y ningún dinero de prestación, y no encuentra un trabajo legal, nadie va a escandalizarse porque haya encontrado algo “para ir tirando”.

El gran inconveniente, a mi parecer, de la economía irregular, no tiene que ver con los ingresos que el Estado deja de percibir por una actividad económica. Tiene que ver con que el que participa de ella trabaja en malas condiciones y ve sus derechos reducidos a la nada. Y tiene que ver, también, con la escasa catadura ética de los que emplean a personas a quienes pueden tratar miserablemente porque saben que no tienen otra cosa para ganarse la vida.

Carta desde el año 2056

Uno de los grupos de trabajo de clase eligió como tema de exposición la crisis del sistema de pensiones español. Como comentario, voy a reproducir una carta de mi yo del futuro.

Estamos a 29 de enero de 2056, y yo, nacida en 1989, voy a jubilarme este agosto, cuando por fin cumpla 67 años. Aun recuerdo la primera vez que tuve un trabajo. Fue durante el verano en que cumplía 14 años, y daba clases a una niña. Todo sumergido, por supuesto, ni contrato ni cotización.

Recuerdo cuando en el año 2011, en plena crisis económica, se reformó el sistema de pensiones. Viéndolo en perspectiva, me doy cuenta de que ya llevaban un tiempo preparando el terreno, metiendo miedo a la generación (la mía) que se iba a quedar sin dinero para la jubilación. Finalmente, la idea de que el sistema de pensiones que teníamos se iba a pique terminó imponiéndose, y la opinión pública (hace exactamente 49 años que me pregunto qué es eso) aceptó que era inviable y había que reformarlo.

Eso no evitó que surgieran voces en contra. En concreto, un catedrático llamado Vicenç Navarro daba dos argumentos que entonces y ahora me parecen interesantes, para rebatir la idea de que el aumento de la esperanza hacía necesario alargar los años de trabajo.

En primer lugar, argumentaba que en España la esperanza de vida había aumentado por la reducción drástica de la mortalidad infantil que había tenido lugar desde los años 70. Es decir, que si la esperanza de vida media había aumentado en 3 años, eso no quería decir que todos los ancianos fueran a vivir tres años más.

Y en segundo lugar, el argumento que más me gustaba entonces y que con más intensidad he experimentado en estos años, que el aumento de la esperanza de vida no tenía por qué suponer un aumento de los años útiles, ni de los años de bienestar. Lo que se alarga con el aumento de la esperanza de vida no son todas las etapas de la misma de forma proporcional, sino la vejez, con sus inconvenientes y achaques.

Recordando aquella época, ahora me acuerdo de algo más. Recuerdo que la reforma de pensiones tuvo lugar en medio de una crisis muy confusa, que se supone que iba a terminar con una refundación del capitalismo pero que en realidad provocó un nuevo embate neoliberal que tiró para atrás de los derechos sociales con el fin de calmar a unos mercados insaciables.

Los jóvenes no quisimos verlo venir, vendimos un trabajo estable, una vivienda digna y una pensión aceptable por ropa de colores, discotecas y la Play Station 3. Ahora ya no somos jóvenes, y ni la ropa ni las discotecas ni las consolas de videojuegos nos compensan por nuestros errores, ni por nuestra pasividad y dejadez.

Han pasado 45 años desde entonces, y desde ese día he visto cosas que no creeríais. Todavía estáis a tiempo de evitarlas, y de defender lo que es vuestro.

viernes, 28 de enero de 2011

Había una vez, en un país muy lejano…

Un grupo de trabajo de clase ha elegido la inmigración como tema para su exposición, y a mí me ha recordado a una historia.

Esta es la historia de una mujer, que abandonó el lugar donde había nacido y crecido para irse a vivir a un lugar desconocido. En el lugar de donde provenía había graves problemas políticos y económicos. La represión política era muy dura, y ella tenía familia en la oposición. Además, la subsistencia era muy difícil.

Así que hizo las maletas y se marchó. Durante el viaje coincidió con un chico que era del mismo sitio que ella, más o menos de su edad, y que también abandonaba su lugar de origen en busca de algo mejor. Cuando llegaron a esa especie de tierra prometida, no les esperaba el paraíso. Por el contrario, les esperaban la pobreza y las dificultades.

Ella encontró trabajo en el servicio doméstico, en casa de unas personas que se aprovechaban de su situación para pagarle miserablemente pero que el mismo tiempo la despreciaban como si aquel lugar no fuera su lugar. Él, tras muchas dificultades debido a su pasado político, consiguió un puesto en un gran taller, haciendo inventarios.

Un tiempo después, se casaron y alquilaron un piso, de unos cuarenta metros cuadrados de superficie. Con el primer hijo, ella dejó de trabajar para poder cuidar del bebé. Después de ese bebé vinieron dos más. En el ínterin, varios primos (tanto de ella como de él) habían decidido seguirles, y utilizaban su casa como residencia provisional. Con la llegada del cuarto (y último) bebé, el piso de cuarenta metros cuadrados pasó a albergar a 8 personas.

Él encontró un trabajo mejor, y pudieron mudarse a una nueva casa. Esta era algo más grande, y estaba en un barrio periférico de reciente construcción. Los primos, familiares y amigos que iban llegando iban encontrando sus propias casas y sus propios trabajos, con ayuda de nuestros dos protagonistas.

Nuestros dos protagonistas no fueron los únicos que tuvieron la idea de emigrar, por el contrario, lo hicieron cientos de miles de personas. Y con su trabajo y su esfuerzo alimentaron a la economía del lugar donde habían decidido asentarse, a pesar de que ese lugar no siempre les trató bien.

Los protagonistas de esta historia no vinieron de Colombia, ni de Marruecos, ni de Rumanía, ni de Nigeria. Los protagonistas vinieron a Madrid desde un pueblo de Ávila, y eran mi abuela y mi abuelo. El cuarto bebé es mi padre.

La migración, tal y como yo la veo, no es una cuestión de nacionalidad. Es una cuestión de clase.

Paradojas del microcrédito

Uno de los grupos de trabajo eligió los microcréditos como tema para su exposición, y aportaron datos muy interesantes sobre su papel en la mejora de la calidad de vida de lo más pobres entre los más pobres.

Yo me lo imagino de la siguiente manera: Me imagino a una mujer de América Latina; una mujer, por ejemplo, de Colombia. Vive en uno de los barrios más pobres de Bogotá. Vive con un hombre (me es indiferente si está casada o no) y tiene dos niños pequeños. Recibe una pequeña cantidad de dinero que le permite abrir una pequeña modistería. Es decir, una tienda de arreglos de ropa. Los ingresos de su tienda le permiten pagar la deuda que ha contraído y, además, mejorar las condiciones de vida de su familia (le permite vestir y alimentar mejor a los niños, comprarles cuadernos para que vayan a la escuela, arreglar unas goteras)…

Eso está muy bien. Es imposible (o al menos a mí me resulta moralmente imposible) negarse, oponerse de alguna manera a que los más pobres mejoren al menos un poco su calidad de vida. Ahora bien, esto no impide que el microcrédito (al igual que otros tipos de endeudamiento pero dulcificando sus matices más depredadores) se me presente como una manera de privatizar la pobreza. Y privatizar la pobreza hace imposible politizarla, convertirla en un problema político con soluciones políticas. Las soluciones (y por tanto las responsabilidades) recaen, una vez más, en los individuos aislados, y no en la estructura.

Otro de los datos que me han llamado la atención, es que parece ser que los microcréditos tienen una tasa de morosidad muy baja. Es decir, que los pobres (y en especial las mujeres pobres) siempre pagan. Así se les suponen, y se les exigen moralmente, unos valores morales más altos que a los que no son pobres. Por una extraña paradoja, a los ricos que pueden pagar se les exige una diligencia moral en el pago menor que la que se exige a los pobres que apenas consiguen salir de la miseria.

Ironías del capitalismo.

miércoles, 26 de enero de 2011

Jóvenes en crisis

Uno de los grupos de trabajo eligió el tema “crisis y juventud” para su exposición.

Me hace mucha gracia pensar que, durante nuestros años de juventud, tanto mis abuelos, como mis padres, como yo, estamos viviendo algún tipo de crisis.

Cuando mis abuelos tenían mi edad (años 30 y 40) estaban en la guerra / en un campo de prisioneros / en la cárcel / en la miseria / pasando hambre en la posguerra, o alguna combinación de las anteriores.

Cuando mis padres tenían mi edad (años 70 y 80), teníamos la crisis del petróleo, la reconversión industrial y un monstruo que iba por las noches a las casas a comerse a los jóvenes. Ese monstruo se llamaba heroína.

Ahora nos toca a nosotros, nuestra generación también tiene su crisis, que en esta ocasión toma forma de paro juvenil, de imposibilidad práctica de acceder a una vivienda digna y sobre todo del terror a ser la primera generación que iba a vivir peor que la de sus padres (teníamos que ser los primeros en algo).

Me da la sensación de que mi familia y yo (y seguramente la mayoría de vuestras familias también) pertenecemos a esa categoría de personas que siempre están en crisis. Quiero decir, que no llegamos a fin de mes ni de coña, pero tampoco llegábamos hace cinco años cuando esto parecía un cuento de hadas (Capitalismo durmiente, o Capitalismo y los siete enanitos).

La cuestión que me hace más gracia es que parece ser que hay una gran categoría de personas que siempre están (estamos) en crisis. Pero curiosamente, no se le empieza a llamar crisis hasta que quiebra un gran banco y empieza a afectar a los que nunca, ni siquiera ahora, están en crisis.

En fin, que las cosas van bien hasta que afectan a los de siempre. Y los demás… pues aquí estamos, en crisis perpetua que solo se llama crisis de vez en cuando.