Parece ser, según esta noticia, que cada Comunidad Autónoma está aplicando la nueva ley del aborto un poco como le sale de la ideología y de los presupuestos.
Al margen del debate sobre la moralidad o inmoralidad del aborto, en el que no voy a entrar, siempre me ha resultado especialmente molesta la hipocresía que destilan los antiabortistas cuando ignoran completamente las cuestiones de clase relacionadas con el derecho a abortar. Apelan a tiempos mejores (cuando no se habían perdido los valores, según ellos) o sugieren con más o menos sutileza que eso de abortar es de chicas perdidas, que hay que inculcar castidad, como ellos hacen con sus hijas. Por eso he decidido trazar una pequeña cronología.
Galicia, años treinta. Mi bisabuela es conocida en su pueblo porque sabe un remedio. Les contó a mis tías que consistía en dejar garbanzos en agua una noche y beber esa agua a la mañana siguiente. En cinco días debería bajarte el periodo. Sospecho que mi bisabuela se guardaba algo en la manga que no quiso contar a sus nietas.
Madrid, años cuarenta. En esta ciudad se pasa más hambre que en galeras. Mi abuela me cuenta que su vecina de arriba se introducía hasta el útero una aguja de tejer cuando tenía un retraso. Mientras tanto, el nacionalcatolicismo daba el rollo a las mujeres sobre las bondades de la maternidad y la familia.
Madrid, años setenta. En el barrio muchas chicas conocen a mi tía, y saben que ella “conoce a un médico”. Uno que no utiliza perchas ni radios de bicicleta. Mientras tanto, las niñas bien viajan a Londres, donde es muy improbable que cojan septicemia.
Madrid, años ochenta. La clínica Dator se convierte en un icono. Mi tía acompaña a una amiga de mi primo, cuyos padres no pueden saber que está embarazada.
España, 1990. Póntelo, pónselo. Y se echan las manos a la cabeza.
Madrid, 2008. A una amiga mía le toca el premio gordo. Cuesta 400 euros y montarle un teatro convincente al psicólogo. Una señora me aborda en el metro y trata de colocarme un discurso y, de regalo, un llavero con forma de feto que da miedo.
Madrid, 2009. Una conocida me dice, muy satisfecha, que su madre está en contra del aborto pero que si a ella “le sucediera” lo aceptaría para que no perjudicara a su carrera. ¿Y las que no tienen carrera?, ¿esas no deciden?, ¿se da cuenta del clasismo que se desprende de sus palabras y de su gesto?
Ni tiempos mejores (no sé para quién), ni castidad, ni defensa de la familia. Se pongan como se pongan, y sin entrar en si el aborto es un derecho o un asesinato, nadie que quiera pasar por honesto puede tratar de imponer una norma para que la cumplan otros y mientras tanto… viajar a Londres.
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